lunes, 12 de diciembre de 2016

Un roto para un descosido

“...andábamos sin buscarnos
pero sabiendo que andábamos para encontrarnos...”
Rayuela- Julio Cortázar
Ilustrado por Filoluleando
Parte 1
Ne bougez pas (1) — dijo Teresa a su perro bichon frisé.
Mientras intentaba limpiar las patas del perro. Bañarlo a él era como bañarse ella. El perro no se quedaba quieto, necesitaba terminar rápido, porque sino el agua no iba a alcanzar. Cerró lo ojos en un momento, se imaginó en una bañera con espuma y sales, el ambiente olía a jazmín. Las bocinas por el tránsito atascado en la esquina de avenida Córdoba y Medrano la trajeron a la realidad. Hacía tiempo que había dejado los lujos y el buen pasar. Al menos no está sola, vive con Pierre en una esquina, suelen tener que comer. Teresa nunca hubiese imaginado que juntando diarios y cartón se podía vivir. Desde hace unos meses están en la esquina de la facultad. Con la fiebre del mundial los vecinos cambiaron los televisores, así que casi todos los días se encuentra en la calle cajas grandes. Teresa se dió maña y armó con las cajas un espacio íntimo donde puede dormir tranquila junto a Pierre. Allí puso un colchón y una vecina le regaló una frazada con un almohadón. En ese mundo de cartón lee libros y habla con Pierre en francés, para no olvidar esa lengua que tanto le gusta, que tantas satisfacciones le trajo. Le cuenta a su perro de los meses en que vivió en París. Fue su mejor momento en la vida. Los museos, los distritos, los cafés. Caminar las calles por las que antes había caminado Cortázar, Auster, Baudelaire. Esa experiencia, esos recuerdos nadie se los puede quitar. Por eso los repite para para no perderlos, para tenerlos bien presentes, bien cerca. En París se enamoró por primera y última vez. Cerca del río Sena dejó a Teresita y se convirtió en Teresa. Cuando regresó a Buenos Aires, era otra, se sentía más fuerte. Vivió una década intensa. Pero ningún hombre llenaba el hueco de París. Trabajó en varias galerías de arte. Se rodeaba con gente importante. Todos elogiaban su francés, era impecable. Recibía invitaciones de embajadas, cócteles, eventos de beneficencia. Hasta que su madre enfermó y todo su tiempo y dinero lo invirtió ahí. Un novio le regaló a Pierre. Menos mal, porque fue ese perro el único que estuvo con ella cuando encontró a su madre sin respirar en la cama. Luego vinieron las deudas que heredó de su familia. Primero perdió la casa donde veraneaban. Luego su piso de Barrio Norte. Más tarde su trabajo, sus muebles, la cordura, los amigos, los contactos, su prestigio. Le quedaron algunos libros, su perfecto francés y Pierre. Es viernes, víspera de fin de semana largo, las calles de la ciudad están repletas de coches, todos queriendo escapar lo antes posible para disfrutar de la libertad que puede dar un feriado. Hay mucho ruido en la calle, Pierre está alterado, entonces Teresa se altera aún más. Alrededor de ellos hay muchas botellas de plástico, todas ya están vacías. Solo queda una con agua hasta la mitad, tiene que rendir para terminar de bañar a Pierre. Un colectivo de la línea 151 comienza a tocar la bocina, se suma el conductor de un coche, y luego otro y el espacio se torna insoportable con ese ruido agudo que cala los tímpanos. Pierre comienza a ladrar, está atado a una reja, pero Teresa lo tiene agarrado bien fuerte. Primero tira unas botellas vacías. —¡Calme Pierre!(2)—grita Teresa Pierre ladra cada vez más. La bocinas aumentan. Teresa se pone nerviosa. Gira para agarrar una toalla y terminar con el baño. Pierre tira de la cuerda y Teresa se engancha en ella, se tropieza y su rodilla choca contra la única botella con agua, esta se tambalea unos segundos y termina cediendo e inclinándose. Toda el agua se escurre por los recovecos de las baldosas. Pierre sigue ladrando con su cabeza y hocico lleno de espuma. Teresa se arrodilla en el piso, extiende las manos hacia arriba y desde lo más profundo de su garganta, comienza a gritar: —¿Pourquoi? ¿Pourquoi? ¿Pourquoi Dieu?(3)

(1) —¡No te muevas! (2) —¡Tranquilo Pierre! (3) —¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué Dios?

Parte 2
Los carteles anuncian ofertas de hamburguesas, combos con gaseosas y papas fritas, el local de comidas rápida está lleno de adolescentes que se mueven en grupo, una masa compacta que va de la entrada, a la caja, y de ahí a la mesa, gritando y riendo. Hay algunos padres con sus hijos, y otras mesas las ocupan estudiantes con fotocopias y resaltadores para subrayar sus apuntes.
En una mesa de dos, hay una silla ocupada, la otra vacía. Ahí está sentado y encorvado Julio.
No hay ningún combo, ni hamburguesa, ni papas frente a él. Solo un vaso pequeño y descartable con agua. La mirada de Julio no se levanta, mira fijo hacia la mesa y el vaso. Su traje apelmazado, gastado, de color gris, aunque supo ser negro, termina de deprimir a cualquiera que pase y lo vea sentado ahí. Igual nadie lo mira. Son varias las horas que lleva ahí sentado y sólo una niña se percata de que él está ahí.
—¡Mirá papi, mirá!—grita la niña interrumpiendo a su padre, mientras señala a Julio.
—Olvidate, no tiene sentido comprar una partida de relojes a China, ya nadie usa relojes, ahora con el celular tenés hora, cronómetro, el uso horarios de otras ciudades, ya fue…—dice el padre de la niña, mientras habla por teléfono.
— ¡A ese señor le tiemblan las manos!
El señor apenas lo mira y retoma la conversación, buscan una mesa donde comer, la niña descubre el juguete que viene en la caja de la felicidad y pronto se olvida de lo acontecido hace unos segundos atrás.
Mientras tanto Julio sigue ahí. Es verdad sus manos tiemblan. Julio puede dejar pasar cualquier cosa. Menos sus manos. Son sus enemigas número uno, pero no puede cambiarlas, son parte de él. Van a todos lados con él. Por culpa de sus manos lo perdió todo. En los viejos tiempos, cuando trabajaban juntas en la relojería formaban un gran equipo y eran prescindibles en su vida. Cuando sus clientes le agradecian el trabajo realizado, ya sea el cambio de pilas, de la malla o el arreglo de un reloj antiguo que estaba en la familia hacía muchos años, Julio siempre respondía:
—Fue un trabajo que hice con ellas —y señalaba sus manos.
Pasaron momentos increíbles y luego vino el deceso. Julio había heredado la relojería de su padre, y antes había pertenecido a su abuelo. Bajo el nombre de “Le temps” el abuelo André había abierto la tienda, cuando llegó a la París de Sudamérica, dejando atrás la europea, al finalizar la década del treinta. Su relojería era de las más importantes del centro de la ciudad. El abuelo André  en sus últimos años siempre recordaba “Había días que entraba a las 8:30 y ya tenía una fila de gente en la puerta, casi no podía parar ni para comer.”
Luego le enseñó el oficio a su hijo, al padre de Julio, quien continuó con el negocio y le tocaron buenas épocas. Cuando falleció, todo quedó en manos de Julio, que había aprendido el oficio de su abuelo. Para ese entonces las tareas eran distintas, los relojes eran digitales, los clientes disminuían y solo acudían para el cambio de pilas. Hasta que un día Julio comenzó con un leve cosquilleo en sus manos, con el correr de los meses se hizo más intenso, le costaba dormir y se mareaba seguido. Todo se desencadenó en menos de un año. Ya no podía trabajar más, sus manos no lo dejaban. Tuvo que cerrar el negocio familiar. Vender las herramientas de su abuelo, los compases, porta módulos, el sacabocados del siglo XIX que había traído desde Francia. Se quedó sin nada. Ahora camina por la ciudad durante el día, recibe una mínima pensión por discapacidad y paga por semana un cuarto de hotel cerca del Abasto. Algunas noches sueña con su abuelo, que le trae un reloj de bolsillo del siglo XVII y juntos comienzan a arreglarlo, mientras hablan en francés. Esos días se levanta de mejor humor.
Julio sigue sentado en el local de comidas rápidas. Poco a poco levanta su manos, tiemblan sin parar, de a poco  se van acercando a la mesa. Una mano toma el vaso y la otra toma a la otra mano, como queriendo tranquilizarla. Entre ellas se llevan bien. Lentamente y con una vibración constante lleva el vaso de plástico hasta su boca. Toma un sorbo de agua. Con sus manos tiritando empieza a bajar el vaso y lo acerca a la mesa. Lo apoya. Mira hacia los costados. Saca las manos de la mesa, las pone al costado de su cuerpo y baja la cabeza, mirando fijo hacia la mesa, deja pasar un minuto e intenta beber un sorbo de agua otra vez.

Parte 3
Todos caminan por la calle apurados, el noventa y nueve porciento de humedad altera a la personas aún más. Todos corriendo de un lado a otro, queriendo tomar el colectivo, el tren, el subte, queriendo llegar los antes posible a la autopistas, rutas, terminales, escapar de la ciudad. Aunque es invierno el día es caluroso, las veredas y el asfalto están resbalosos, las mujeres llevan el pelo frizzado, los hombres sus frentes brillosas. Julio sale despacio del local de comidas rápidas y se dirige hacia la esquina para cruzar, espera en la vereda a que el semáforo se ponga en verde, comienza a escuchar gritos que vienen de la esquina opuesta.
¿Pourquoi? ¿Pourquoi? ¿Pourquoi Dieu?(3)
Julio llega a ver a un perro pequeño que está lleno de jabón y no para de ladrar. Los autos se  acumulan en la esquina. Corta el semáforo pero muchos quedan parados en la mitad de la calle, los transeúntes esquivan los autos, como si fuese un juego de postas, para poder llegar al otro lado de la avenida. Él se queda parado en la misma esquina, se mueve para ver de quienes son esos gritos en francés y de quien es el perro enjabonado que no para de ladrar. Otra vez el semáforo en rojo, los autos avanzan a paso lento. Cambia a verde, la zona se despeja un poco y entonces ve a una mujer agachada en el piso, llorando, golpeando con sus manos las baldosas. Julio ve alrededor de la mujer montones de  botellas de agua vacías, y el perro que sigue ladrando. La mujer levanta el torso del piso, estira sus mano y mirando hacia el cielo exclama llorando y grita. Julio ve su cara, nunca antes había visto a una mujer tan hermosa, intenta entender qué le pasa, piensa en cómo ayudarla. Sus manos ya fuera de los bolsillos tiemblan aún más. Hace mucho que no habla, que no tiene contacto con una mujer. Da media vuelta y comienza a caminar hacia donde está el local de comidas rápidas.
Entra al sitio, hace la cola en una de las cajas, cuando llega su turno una chica veinteañera con camisa a rayas y un moño granate le pregunta:
— ¡Hola! ¿Puedo tomar su pedido?
Julio se la queda mirando fijo sin decir una palabra, hasta que una de las encargadas del lugar se acerca.
— Al señor dale un vasito con agua, que viene siempre.
La chica del moño granate le entrega enseguida un vasito con agua,Julio lo toma lentamente con su mano temblorosa derecha, luego posa también su mano izquierda. Se da la vuelta y comienza a ir hacia la salida. Concentrado camina hacia la esquina. Algunas gotas se van cayendo al suelo, resbalando por sus dedos. Espera a que el semáforo corte y cuando aparece la señal verde cruza. Llega hasta la esquina donde está la mujer con el perro.
Teresa casi no tiene lágrimas para seguir derramando, se siente abatida. Pierre ya no tiene ladridos, está cansado echado a lado de su ama. Los ojos desorbitados de Teresa causan impresión a algunos de los transeúntes que pasan por la esquina. Cruzando la calle, viene caminando despacio Julio. Sostiene como puede el pequeño vaso con sus dos manos temblorosas. Teresa se da cuenta que va hacia donde está ella. Y sin decir una palabra, él le acerca el vaso y se lo entrega. Ella lo agarra con un poco de desconfianza, pero enseguida se esfuma ese sentimiento, ya que se detiene en la mirada de Julio, que la cautiva al instante y le acepta el vaso.
Julio otra vez entra al sitio de comidas rápidas, hace la cola, sin decir palabra consigue otro vaso de agua. Cruza la calle, se lo acerca a Teresa. Cruza el semáforo. Hace la fila. Derrama gotas de agua en su mano temblorosa, en el asfalto, en la mangas de su saco. Poco a poco Pierre va perdiendo la espuma de su cuerpo. Julio va y viene, cruzando la gran avenida, atraviesa los transeúntes, la vorágine pre feriado,  la cola de adolescentes que compran hamburguesas y vuelve a Teresa. En cada vaso, ella comienza a sonreír, sintiendo que algo le sale bien, ese raro sentimiento que hacía mucho no sentía: alguien se fija en ella. Julio también cambia la expresión de su rostro, los músculos de su cara no están tan tensos, sus manos siguen temblando, pero no le importa, porque sirven para algo y hacía mucho que no le pasaba.
En la entrega del vaso número quince, Teresa roza la mano de Julio. Ambos se ponen colorados. Entonces él apresura su andar, su marcha, está más incentivado, la sangre corre más deprisa por su cuerpo y los restantes seis vasos los trae más rápido. El último cúmulo de agua Teresa lo vierte en el hocico de Pierre y la osadía termina.
—¡Nous avons fini Pierre!(4)
Julio mira la escena un poco alejado. Quedó movilizado por el roce de la mano de Teresa con la suya. Teresa se levanta del suelo, alza a Pierre y lo besa en el hocico. La tristeza quedó atrás, Pierre está limpio una vez más y ella feliz como hacía tantos años que no lo estaba. Entonces busca a Julio para agradecerle. Piensa por un instante que decirle, cómo dirigirse a él.
— Muchas Gracias Monsieur, no se como retribuir este favor.
De rien Mademoiselle, Il a été un plaisir(5)— Responde Julio
Teresa abrió sus ojos, estirando los párpados y levantando las cejas. La respuesta de aquel hombre alto, de ojos grandes, claros, penetrantes, con su barba oscura y algunas canas que asomaban, su voz tan grave, elegante y cautivadora, hablándole en su idioma preferido, la tomó por sorpresa.
A ella le comenzaron a sudar las manos, a él le comenzó a latir fuerte el corazón. No podían dejar de mirarse. En ese instante cada uno dejó que la soledad se vaya por ahí de paseo indefinido. Ese viernes raro, caótico, húmedo, particular, los había juntado.  Dos nubes tormentosas chocaron y en el cielo se dibujó un relámpago. Teresa dió unos pasos adelante quedando más cerca de Julio, la distancia que los separaba se acortó. Quedaron frente a frente. Ella sintió la respiración agitada de él. Él sintió el perfume que desprendía la piel de ella. Se acercaron unos centímetros más, en sincro y sin planear cerraron los ojos y sus bocas se estrecharon. Un fuerte trueno resonó en la calle y las alarmas de los coches empezaron a sonar.
Fin

(3) —¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué Dios?
(4) —¡Terminamos Pierre!
(5) —De nada señorita, fue un placer.




Código de registro: 161212009844

domingo, 11 de diciembre de 2016

"En cada vaso, ella comienza a sonreír, sintiendo que algo le sale bien, ese raro sentimiento que hacía mucho no sentía: saber que alguien se fija en ella."

"Un roto para un descosido" ilustrado por Filoluleando

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Inés Calveiro ilustra "La señora del 12 B"

Inés piensa, dibuja, pinta, pega, despega y vuelve a montar sus ideas.
Ensambla colores y formas. Encaja trazos y texturas. Pasea en su bici, recorre las calles  de su barrio y forma su paleta de colores uniendo los tonos del saco de un transeúnte, el pelo de un perro que pasa corriendo, el tejado de una casa, el remolino de hojas y flores que quedaron apiladas por la lluvia y el viento.
Inés ensambla ideas y se inspira en su rincón del jardín, rodeada de plantas. Piensa en la frase de aquel libro y la enlaza con la escena de aquella película, con los sonidos de las noches, un poco del viento que golpea la ventana y lo junta con su respiración.
Va unificando los colores captando detalles que sólo puede observar alguien que mira la vida con ojos especiales, con ojos de collage.

Los invito a ver más de su trabajo en su web: www.inescalveiro.com

En FB https://www.facebook.com/inescalveiroartista
En Instagram: https://www.instagram.com/inescalveiro

"La señora del 12 B"

La paleta de colores elegida por Inés Calveiro para su ilustración de "La señora 12 B"

El hermoso y cálido espacio de trabajo de Inés Calveiro

Boceto de la ilustación/collage de la "Señora del 12 B" de Inés Calveiro

"...en una mano llevaba un helado de agua, sabor limón. Me encantaba el sabor cítrico que me invadía la boca. Me daba escalofríos, de esos que te hacen cerrar los ojos y encoger los hombros"

"Una señora muy alta pasó por al lado mío, llevaba un vestido color naranja, que se hamacaba en su cuerpo con cada paso que daba."

"El olor era penetrante, no pasaba desapercibido. Una mezcla de jazmín, con spray fijador para el pelo, con el interior del placard de mi abuela, que siempre estaba lleno de naftalina para las polillas. Un olor desagradable."

Detalle de la ilustración/collage de Inés Calveiro

" Trataba de concentrar mis pensamientos en otra cosa, creo que en el eterno viaje en ascensor armé un ranking de los mejores gustos de helado: limón, chocolate, crema del cielo, frutilla al agua, naranja y cuando se me ocurrió agregar tramontana a la lista, llegamos a nuestro piso. "

miércoles, 16 de noviembre de 2016

La señora del 12 B


Ilustrado por Inés Calveiro


Elba se llamaba. Sí, Elba ¿O era Elsa? Ahora entro en duda. Lo que sí me acuerdo bien es el piso en el que vivía: el 12 B. Por eso nunca registré bien su nombre. Siempre decíamos “Ahí va la señora del 12 B”. También me acuerdo muy bien de su profesión, era bibliotecaria. La primera vez que lo dijo yo era chica y no terminaba de entender qué significaba ser bibliotecaria, pensaba que trabajaba con Biblias. Con el tiempo entendí lo que hacía, me gustaba saber que conocía a una bibliotecaria.
Con mi familia nos mudamos al edificio de la calle 25 de Mayo a principio de la década de los noventa. La señora del 12 B ya vivía ahí.
Cierro los ojos y recuerdo el día en que la vi por primera vez. Volvía del colegio, venía caminando con mi mamá, en una mano llevaba un helado de agua, sabor limón. Me encantaba el sabor cítrico que me invadía la boca. Me daba escalofríos, de esos que te hacen cerrar los ojos y encoger los hombros.
La otra mano me la agarraba mi mamá, creo que hasta los 9 años siempre me llevaba de la mano y yo la dejaba, después me empezó a dar vergüenza. Estábamos en otoño, pero seguían los días con máximas de 32º. Me había sacado el corbatín del uniforme y ansiaba llegar a casa para sacarme el jumper gris y ponerme algún vestido con flores, de los que usaba en el verano. Cada tanto me agachaba y juntaba alguna hoja caída del árbol, las iba guardando en el bolsillo de la mochila que llevaba mi mamá, porque pesaba mucho para mi pequeño cuerpo de seis años. Iba cantando una canción de Xuxa y disfrutando del ruido crujiente de las hojas ocres que pisaba en el suelo.
De repente me callé. Una señora muy alta pasó por al lado mío, llevaba un vestido color naranja, que se hamacaba en su cuerpo con cada paso que daba. Los tacones golpearon la vereda caliente. Me rozó mínimamente con su cartera marrón, fue algo sutil porque ella no se dio cuenta, e inmediatamente me envolvió su perfume. El olor era penetrante, no pasaba desapercibido. Una mezcla de jazmín, con spray fijador para el pelo, con el interior del placard de mi abuela, que siempre estaba lleno de naftalina para las polillas. Un olor desagradable. Lo primero que hice fue toser. Mis diminutas fosas nasales habían aspirado demasiada fragancia. Me maree un poco, pero no le dije nada a mi mamá para que no se asustara. Además la señora siguió su camino, no la iba a volver a ver, ni sentir. Fue un pensamiento erróneo. A medida que nos acercabamos a la entrada del edificio, donde vivíamos, el olor seguía estando y yo seguía tosiendo. Mamá pensó que me había ahogado con el helado. Se apuró en sacar las llaves de su bolso y abrió la puerta. Los jazmines marchitos, el spray fijador y la naftalina estaban reunidos en el hall de entrada y allá a los lejos ella esperando el ascensor. Mi mamá avanzó hacia donde estaba la señora. Yo me escondía detrás de la diminuta figura de mi madre, al lado de aquella alta y gran señora, las dos parecíamos unas hormigas.
—Buenas tardes —dijo mi madre.
—Buenas tardes —dijo la señora.
Luego se movió a un costado saludándome a mi y ahí recién pude ver su cara. La señora llevaba anteojos, con mucho aumento, porque sus ojos eran más grandes de lo normal. Y el pelo parecía una peluca, porque los rizos eran perfectos de color caoba.
Yo me aferré más a mi madre, aplastando mi nariz contra la falda para que el olor me dejara de perseguir. Llegó el ascensor y la señora abrió las dos puertas, nos señaló para que pasemos primero, mi madre caminaba como podía con mi mochila repleta de libros, cuadernos y cartucheras, que pesaba casi como yo, y arrastrándome a mí, que me tenía pegada a su espalda.
—¿A qué piso van?— preguntó la señora.
—Noveno —respondió mi madre.
—Son nuevos en el edificio ¿Verdad? —dijo la señora—. Mi nombre es Elsa —o quizás dijo Elba no lo sé—, mucho gusto, vivo en el 12 B, cualquier cosa que necesite puede contar conmigo.
—Mucho gusto. Sí, somos nuevos, todavía nos estamos adaptando, siempre vivimos en casa, así que esto de vivir en un edificio es nuevo para nosotros. Usted también, si necesita algo me dice.
Yo trataba de contar los pisos en mi cabeza, para saber cuánto faltaba, ahora el olor era peor, estaba concentrado en un espacio reducido. Pensaba en lo fuerte que era mi mamá, que podía resistir aquel martirio olfativo sin ninguna protección. Trataba de concentrar mis pensamientos en otra cosa, creo que en el eterno viaje en ascensor armé un ranking de los mejores gustos de helado: limón, chocolate, crema del cielo, frutilla al agua, naranja y cuando se me ocurrió agregar tramontana a la lista, llegamos a nuestro piso.  Mamá abrió las dos puertas. Yo seguía en la misma posición. Mi madre se despidió y entramos a casa. Una vez cerrada la puerta respiré hondo una y otra vez, quería absorber todo el aire limpio que no había podido tener en los últimos y eternos diez minutos.
Comenzamos a coincidir día a día con ella, en el hall de entrada y en el ascensor. Entonces tuve que ir aprendiendo métodos para controlar la inhalación del aire cuando estaba en presencia de ella. Una de mis formas era contener la respiración durante el viaje en ascensor, aunque era de las más difíciles. En invierno era más fácil, al usar bufanda podía ocultar la mitad de mi cabeza en ella. También solía usar el brazo como escudo o taparme con la mochila aunque me resultara muy pesada.
Con el tiempo y con la coincidencia diaria en el ascensor me fuí acostumbrando al olor. Además la señora del 12 B comenzó a caernos bien a mi madre y a mi. Si ahora lo pienso, me doy cuenta que era buena oradora, utilizaba palabras extrañas, para mi en ese momento, pero sonaban bien. Contaba lo justo y necesario, sabía resumir sus historias y decir mucho en poco tiempo. Durante mi época de primaria, en los días de semana, y del hall al piso 9, nos fuimos poco a poco enterando cómo era su vida. Primero supimos que trabajaba en la biblioteca de un colegio, por eso siempre la encontrábamos a esa hora, su horario de salida era el mismo que el mío. Que vivía sola. No se había casado. Sólo tenía una sobrina que vivía en Bariloche y cada tanto salía con sus amigas del secundario a tomar el té. Un día nos contó que solo se enamoró una vez, pero que fue un amor no correspondido en sus años de estudiante en la Universidad de Buenos Aires. Nos habló de los poemas de Pablo Neruda, de Alfonsina Storni y de su admiración por Virginia Woolf. En una oportunidad mencionó que su sueño era viajar a Europa, conocer París, Madrid, Roma, Barcelona. Le gustaba escuchar a Mercedes Sosa, a Serrat y mirar películas de Fellini. Otro día en que ella volvía de hacer unas compras, nos contó que iba a cocinar unas empanadas que le hacía su madre con pasas de uva, tenía los ojos llorosos ese día.
Cuando comencé la secundaria mis horarios cambiaron. Iba al colegio por la mañana, dejé de verla. Cada tanto la cruzaba un sábado por la mañana en el año. Pero muchas veces entraba al edificio y sabía que ella había estado allí, porque todo el hall y el ascensor olía a su perfume.
Al iniciar la universidad tenía horarios más complicados aún y tampoco estaba mucho en casa. Trabajaba en el día, cursaba por la tarde. Tenía mucho por leer. Creo que para esa época comencé a cruzarme con los libros que ella había mencionado en los viajes en el ascensor. Después me fui a vivir a otro edificio, otro barrio, más tarde otra ciudad, otro país.  No supe más de ella.
Ayer decidí ir a pasear por el parque, bajé por el Paseo Sant Joan, necesitaba distender mi mente, dejar atrás la semana. Quería aprovechar el domingo para recargar energías y disfrutar de los primeros días de otoño, mi estación del año preferida. La calle estaba tranquila, no había muchos coches circulando. Cada tanto el timbre de una bicicleta se hacía oír para avisar que iba a pasar. Los árboles ya tenían sus hojas color ocre y cada tanto algunas se desprendían y planeaba en el aire, lentamente, hacia el suelo, allí se acumulaban formando una alfombra natural color marrón. Mi paso era rápido y el día estaba caluroso, tuve sed y paré en un super a comprar un helado, elegí uno de agua, sabor limón. Seguí caminando hasta llegar al Parque de la Ciudadela. Disfruté del gusto cítrico, del frío pegando en mi paladar y la sensación agria del limón al llegar a mi garganta. Me dio escalofríos, cerré los ojos y encogí los hombros.
Elegí un banco para sentarme a leer. Estaba por terminar un libro que había sacado de la biblioteca y debía devolver pronto. El sol me pegaba en la cara, y decidí interrumpir, por un momento, la lectura. Apoyé el libro en mi falda y cerré los ojos. Estaba cansada, necesitaba aquietar pensamientos. Traté de concentrarme en mi respiración. Inhalé y exhalé reiteradas veces. Una brisa acercó a mi nariz un olor particular. Al principio me costó reconocer qué era. Me resultaba familiar. Me esforcé y pude distinguir jazmines, fijador para el pelo, naftalina. Hacía años que no sentía ese olor, el olor a la señora del 12 B. Tres niñas que jugaban a unos metros con unas muñecas comenzaron a decir “¡Que feo olor!” y se reían mientras con sus manos se tapaban la nariz.
Abrí los ojos y vi a una señora alta, grande, de espaldas, que caminaba hacia la salida del parque. Un vestido naranja se hamacaba en su figura. La miré hasta que se perdió entre los transeúntes, su olor se quedó un rato más mientras terminaba las últimas páginas de un libro de Virginia Woolf.


Código de registro: 1611169834840

martes, 15 de noviembre de 2016


"Elba se llamaba. Sí, Elba ¿O era Elsa? Ahora entro en duda. Lo que sí me acuerdo bien es el piso en el que vivía. El 12 B. Por eso nunca registré bien su nombre. Siempre decíamos “Ahí va la señora del 12 B”. "

Próximamente "La señora del 12B" ilustrado por Inés Calveiro

martes, 4 de octubre de 2016

El peine del viento

Obra: "El peine del viento". Foto tomada en Donostia-San Sebastián en Septiembre del 2016 
—Me prestas tu peine —le dijo el Mar al Viento—. Necesito estar bonito, hay fiesta en la ciudad y no puedo ir así. Las algas están frizzadas y tanta espuma me pone el pelo blanco, quiero peinarlo para que se vea turquesa y algunos mechones azules. También voy a aprovechar para embellecer a los peces que habitan en mí. ¡Ay que ganas de ir a la fiesta, de disfrutar y ver a la gente bailar! Ellos siempre me miran a mí y yo los acaricio con mis olas, los refresco y divierto. Aunque a veces me tienen miedo, lo sé. Lo hago sin querer, no me doy cuenta, yo solo quiero impactarlos, que me vean importante y me sientan en todo su ser. Aunque tenga miles de años, sigo siendo un niño inocente que necesita atención. ¡Ey viento! ¿Me oyes? ¿Me prestas tu peine?
—Lo siento, estaba soplando ¡Claro que te lo presto! Pero no tardes mucho que yo también necesito lucirme este día, necesito bajar el volumen, para que no sientan ventiscas, sino brisas. Es un día importante, necesito entrar peinado en la ciudad. 





(*) El Peine del Viento XV (comúnmente conocido como Peine del Viento o El Peine del Viento) es un conjunto de esculturas de Eduardo Chillida sobre una obra arquitectónica del arquitecto vasco Luis Peña Ganchegui, siendo probablemente su obra más importante y conocida.
Se encuentra situado en un extremo de la Bahía de La Concha, al final de la Playa de Ondarreta, en el municipio de San Sebastián, en la provincia de Guipúzcoa, en el País Vasco. Está compuesto por tres esculturas de acero, de 10 toneladas de peso cada una, incrustadas en unas rocas que dan al mar Cantábrico, cuyas olas las azotan.
La obra fue finalizada en 1976. Además de las esculturas, se acondicionó una zona en los alrededores de las mismas con unas salidas de aire y agua que se abastecen de las olas que rompen contra las rocas y las esculturas.
http://peinedelviento.info/

martes, 20 de septiembre de 2016

Un viento la trajo


Miré al cielo pero ya se había ido. Fue un instante en donde sucedieron muchas cosas juntas, muchas señales que por suerte pude interpretar. 
Primero se levantó un viento, de esos que hacen subir en forma de remolino las hojas de la calle, que vuelan faldas y sombreros. Entonces todo se llenó de olor a bizcochuelo con trocitos de nuez.
Pasó un grupo de italianos, lo raro fue que sólo repetían la palabra “cuscino”, como sino existiese ninguna otra palabra en su vocabulario. Empecé a darme cuenta de lo que estaba pasando, quedé atontada en el medio de la calle y un chico me chocó, sin querer, iba bebiendo una lata de sprite. Gire sobre mi propio eje, con la mirada perdida, hasta que fijé mis ojos en un balcón, había un perro siberiano ladrando.
Una segunda ráfaga de viento me envolvió llenándome de imágenes y sonidos.
—¡Nena! Alcánzame el cuscino —me dijo la abuela Fina 
Mientras se acomodaba para dormir la siesta en su cama grande e inmensa. Los tacos de sus zapatos retumbaban en el suelo de madera. Arriba de la cabecera de la cama estaba su retrato de cuando era joven. Pero cuando la miré a ella, ya no estaba ahí. Ahora las dos tomábamos mate con bizcochuelo con trocitos de nuez y ella se reía a carcajadas contándome que la habían elegido la Reina de la primavera en la fiesta del club de jubilados.
Entonces abrí la heladera, pero no podía encontrar nada, todos los estantes estaban llenos de botellas de sprite. La abuela se acercó y me preguntó si me gustaba su nueva mascota.
—No ladra ni muerde —dijo riéndose
Se había comprado un gran perro siberiano, que la esperaba inmóvil a los pies de la cama, nunca se movía porque era un perro de peluche. Me puse a reír fuerte con ella, al cerrar los ojos, perdí el equilibrio y casi me caigo para el costado. 
—Nena ¿Te sentís bien? —preguntó un señor que pasó por la calle y que vio como estaba por caerme. Volví de mi estado onírico. Miré al cielo pero ya se había ido.